miércoles, 2 de mayo de 2007


En la tabla de los pecados Capitales, del Bosco, la deleznable Pereza es representada mediante un personaje que prefiere arrellanarse en su sillón, junto al fuego, antes de dedicarse a la farragosa tarea de leer la palabra de Dios, que se le ofrece en una Biblia abierta, tentadora, pero seguramente difícil, y en latín. Hablamos de la Edad Media, donde Pereza no es descansar por gusto: Pereza es ceder a la facilidad del mejor de los placeres [la calma] y olvidar así las molestas e insolubles paradojas a las que nos somete la fe. Mucho antes de la moral, digamos hace miles de años, los dioses instauraron la muerte. Lo hicieron con el único fin de diferenciarse de los hombres. Y sobrevivir al ateismo. La condición de la muerte seria su irreversibilidad. Fue un razonamiento sencillo, elemental. El mundo fue dividido en dos. Los vivos quedaron separados de sus muertos desde entonces. Y el pacto se sello con una llave, que no debía usarse. Un dios egipcio, atormentado de amor, ideo una estrategia para esconder la llave. Pero aunque los dioses son eternos, ninguna llave es infalible. Y menos aquí. Y ahora. Ahora que todo el mundo es ateo, y que los dioses ya no se manifiestan, la fe es remplazada por su sucedáneo mas cercano: el terror. El horror al reencuentro entre vivos y muertos es enorme; no hay palabras para entender la muerte ni sus cosas. Es el mismo miedo de Orfeo: el miedo de poder recuperar, súbitamente, todo lo que se amo y estaba perdido. Los muertos tienen terror, terror de ese momento aciago de lucidez en el que entienden que están muertos, y que eso es para siempre. Y los vivos simplemente temen a todo. A todo. Sin prioridades ni certezas.

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